viernes, 14 de marzo de 2008

capilla

he decidido otorgar mi fúnebre capilla a la buenaventura del destino. no sirve para nada más que para llenarse de basura. es húmeda, fría, sucia, no da miedo, no asusta. da nostalgia. hace tiempo entraba por sus ventanales una luz colorida, manchada de vida, de día, de otoño o de verano, de primavera. los colores transparentes, cálidos, arropaban las paredes, el yeso blanco y liso era cubierto por colores largos e iluminados, a diario. la cúpula, perfecta entonces, rodeada por el cinturón de azulejos marrones, parecía un nicho celestial de donde descenderían ángeles. la pila bautismal, una enorme concha de roca esculpida, una lisa piedra simulando el río de la verdad, rebosando un agua dulce y tan limpia que no necesitaba más bendición que la que surgía de la tierra misma, de donde era sustraída. sin más adornos que la luz transfigurada por los vitrales, los azulejos y la pila, esa capilla brindaba sosiego, era el reparo de mis desvaríos y de los de muchos. era la nube tranquila en donde descansar el alma. y sucedió que el pueblo fue arrasado por la lluvia. lloviendo sin parar durante muchos días y muchas noches, nosotros, pobladores de un vallecito pequeño y hundido, no pudimos más que huir hacia las montañas normalmente secas y ahora selváticas. nos resguardamos en cavernas, perdimos la cosecha, perdimos los hogares. perdimos algunas vidas. perdimos la esperanza. nuestra tierra fue inundada y debimos esperar muchos días más a que la tierra absorbiera el excedente del cielo. cielo caído en gotas. nunca se había mojado tanto la tierra. todo estaba húmedo, todo escurría. finalmente el sol ayudó a secar y buscamos entre los escombros algún rastro de nuestro pasado reciente. busqué en mi capilla. era mía porque yo la había construido, pero era de todos porque el hogar celestial no tiene un solo dueño, se comparte. apenas toqué el quicio y se derrumbó, madera hinchada. las placas de yeso caían solas, con el calor del sol se desprendían y se derrumbaban. la pila bautismal, antes pura y lisa, era ahora el resguardo de tierra, yeso, azulejos quebrados, cristales rotos, y una piedra de las paredes desprendidas le había quebrado una orilla. la cúpula, aquel hermoso nicho celestial, era ahora un espantoso cruce de luces amarillas, cegadoras, iluminando con ellas el desorden interior, el desgarre interior. caí de rodillas y lloré. mi capilla era lo único valioso en mi vida. no poseía en mi casa algo que no fuera indispensable, el catre, la estufa, algo de leña, una mesa hechiza. nada de eso valía para mí, mi hogar era la capilla, la que ahora no existía, la que se esforzaba por mantenerse en pie estando ya muerta. no sentía nada más que dolor dentro de lo que antes fuera el refugio de mis sueños y alegrías. los demás vinieron a ver y, afligidos, se persignaron en una despedida solemne, pues buscarían alojamiento en el pueblo vecino ahora que podían andar por los caminos. yo no pude salir. me llamaban, me abrazaban pidiéndome que los acompañara. pero yo no tenía nada qué hacer en otro pueblo. no había nada para mí allá, como no lo había aquí. decidí quedarme. todos se fueron. llegó la noche y el frío irrumpió en mis pensamientos. me albergué entre las capas de yeso, debajo de la pila. el día siguiente busqué alimento. algunos árboles y arbustos habían sobrevivido y me alimentaron por unos cuantos días. yo pretendía que nada pasaba y revivía los momentos vividos en la capilla, con los demás, en soledad, disfrutando de esa luz modesta, tímida y feliz. el frío siguió arreciando. ahora ya no puedo cubrirme con nada, se han perdido las mantas, el viento que llegó se ha llevado casi todo. quedamos yo y el cascarón accidentado. ya no es blanco, ya no es tranquilo, ya no sirve. mi pecho duele, suplica el dolor que lo termine. ya casi no puedo ver, ya no puedo moverme. respirar se ha vuelto un gran problema. no escucho ya el viento ni siquiera, tan sólo el gorgoreo de mis pulmones, de mi pecho atravesado. no tengo voz, tan sólo tengo frío. y nostalgia. ahora comprendo que la gracia de este espacio no estaba contenida en su interior, no era el yeso ni los azulejos ni los vitrales, ni siquiera la pila bautismal lo que brindaba esa paz, ese sosiego, esa celestial emoción de vida. no era la capilla en sí misma el paraíso. éramos todos, era yo en soledad, eran los demás acompañados, eran las palabras que cruzábamos dentro de ella, eran los cantos que entonábamos alabando al cielo. era la gracia del amor compartido lo que llenaba esta capilla, lo que brillaba. pero fui tan ciego, entumiendo mi mente con la idea de que la capilla era su interior sin ver que tan sólo era un contenedor. todos están lejos. yo aquí estoy muriendo. por eso he decidido otorgar mi fúnebre capilla a la buenaventura del destino. ya no sirve para nada. será el reparo de mi cuerpo. el reparo de mi alma, en cambio, lo buscaré en otra parte. lejos. muy lejos.